Viernes, Abril 19, 2024
   
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Realidad Social FM

¿ES LITERATURA EL PERIODISMO?

Con la crónica, la separación tradicional entre literatura y periodismo podría desaparecer. Al menos, eso es lo que piensan quienes entienden a este género como representante del “periodismo literario”.

Lo único permanente es el cambio. Eso dice una antigua corriente filosófica china, y tal vez tenga razón: a principios del siglo 17, la palabra “novela” designaba por igual el relato de un suceso real y a una ficción; un siglo más tarde, cuando surgió el concepto moderno de literatura, las cosas comenzaron a diferenciarse y finalmente se estableció el esquema que llegó hasta nosotros, o sea, la novela como sinónimo de ficción y literatura, un discurso que (se dice) no tiene voluntad de verdad, por un lado, y la noticia, asociada al perio­dismo, a la búsqueda de la verdad y  el relato de hechos reales, por el  otro. Para bien y para mal de ambos, si bien se mira: ¿por qué debe renunciar el periodismo al uso de todos los recursos narrativos comunes en la ficción? Y en el otro sentido, ¿por qué recortar el alcance de la literatura negándole toda relación con la búsqueda de la verdad?

Pero todo está cambiando una vez más, y en el sentido contrario al cambio anterior. De un tiempo a esta parte, hay muchas voces que hablan de un periodismo que forma parte de la literatura. Es más, llegan a decir que ese periodismo representa, al menos en Latinoamérica, la narrativa mejor escrita, la que provoca la más apasionada lectura. Quienes piensan así, justifican su posición en el nuevo auge de la crónica.

Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012), editado por el colombiano Darío Jaramillo Agudelo, es un perfecto ejemplo de ello. En 656 páginas, presenta a 48 autores que remiten a 10 países de la región y que le ofrecen al lector 53 crónicas y 8 artículos que discuten características y alcances del género.

El libro toma posición de manera clara y la transmite de un modo impecable, pero no da por ganado el partido. Por el contrario, se permite pensar el presente como un momento de máxima tensión entre los distintos sectores.

Como bien lo grafica el colombiano Alberto Salcedo Ramos, “hay todavía muchos escritores de ficción convencidos de que quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escritores. Está claro que para ellos literatura es literatura y periodismo es periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar de periodismo narrativo sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para ellos, es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como juntar dos elementos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo memorable con lo fugaz”.

Contar lo extremo. Según Jaramillo Agudelo, la crónica les permite a sus autores “hacer arte sin necesidad de inventar nada, simplemente contando en primera persona las realidades en las que se sumergen sin la urgencia de producir noticias”, lo que nos lleva a una de las claves del género: “La crónica suele ser una narración extensa de un hecho verídico, escrita en primera persona o con una visible participación del yo narrativo, sobre acontecimientos o personas o grupos insólitos, inesperados, marginales, disidentes, o sobre espectáculos y ritos sociales”.

Para su confección, hace tiempo que los cronistas decidieron adoptar cuatro procedimientos presentes en la novela realista del siglo 19: la construcción del relato escena por escena; el uso del diálogo; la introducción del punto de vista de los personajes descriptos; y un profundo retrato de esos personajes, las situaciones y los ambientes en que se desenvuelven.

Con ellos, intentan llegar adonde no llega la noticia. Por ejemplo, a la experiencia más profunda de una víctima, o a un espacio normalmente vedado para el periodismo. En palabras de Jaramillo, “es la búsqueda de lo inesperado, de lo excepcional, de lo sorprendente”. Se trata de un periodismo que no va detrás de la noticia sino de lo asombroso.

Por ello se ha relacionado a la crónica con el “periodismo gonzo”, esa práctica periodística que se puso de moda en el último tercio del siglo 20, que busca producir un artículo no ya como mero espectador de un fenómeno, sino como un actor en contacto con quienes lo padecen o lo producen, lo que implica – como se puede imaginar – invertir mucho tiempo, poner el cuerpo, correr ciertos riesgos.

Esta nueva crónica, entonces, explica Jaramillo, “quiere contar las situaciones extremas, los guetos, las más extravagantes o inesperadas tribus urbanas, los ritos sociales –espectáculos, deportes, ceremonias religiosas–, las guerras, las cárceles, las putas, los más aberrantes delitos, las más fulgurantes estrellas. En el fondo de esto hay algo que parece necesario: hacer explícitas las más inesperadas formas de ser distinto dentro de una sociedad”.

¿Mezcla perfecta? El mejicano Juan Villoro creó una figura para definir la crónica que rápidamente se transformó en un clásico: la crónica sería el ornitorrinco de la prosa. Una mezcla extraña, acaso perfecta, casi increíble. Es muy raro que un escritor, al tratar de formular su propia definición del género, no dialogue con esa metáfora.

El ornitorrinco, recordemos, es un mamífero, pero pone huevos; por el hocico, parece un pato; por la cola, un castor; y por sus patas, una nutria.

La crónica que describe Villoro tiene la subjetividad de una novela; la exactitud en los datos propia de un reportaje; el sentido dramático del cuento; la argumentación del ensayo; la primera persona de la autobiografía; y una valoración del diálogo que viene del teatro. “El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito”.

Si eso es la crónica desde el punto de vista de la forma, en términos de contenido es experiencia y conocimiento.

Según el peruano Julio Villanueva Chang, “en general, la gente no busca historias porque quiere leer; la gente busca experiencias. La vida, en el acto de recordar, no es más que una colección de experiencias. Se escriben historias en parte para intentar dar sentido y lógica a una experiencia. Más que dar noticias, una buena crónica transmite una experiencia”. Por lo tanto, la crónica se vuelve una forma de conocer el mundo.

“Un cronista –entiende Villanueva– narra una historia de verdad sin traicionar el rigor de verificar los hechos, pero con el fin de descubrir a través de esa historia síntomas sociales de su época”.

Por todo ello, el argentino Martín Caparrós advierte que “la crónica es el género de no ficción donde la escritura pesa más”, de modo que posee un plus que está ausente en todos los recursos del periodismo tradicional en la actualidad. “La crónica apro­vecha la potencia del texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar un clima, crear un personaje, pensar una cuestión”.

Pero para alcanzar esa densidad en lo escrito, el escritor depende más de su capacidad de mirar que de su capacidad expresiva, porque “el cronista sabe que todo lo que se le cruza puede ser materia de su historia y, por lo tanto, tiene que estar atento todo el tiempo”. “Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor”, afirma Caparrós.

Educar a un caníbal. ¿Cómo se forma, entonces, un cronista?

La argentina Leila Guerriero considera que es una superstición muy extendida creer que para ser periodista hay que estudiar en la universidad, “porque la universidad no salva a ningún periodista del peor de los pecados: cometer textos aburridos, monótonos, sin climas ni matices, limitarse a ser un periodista preciso y serio, alguien que encuentra respuestas perfectas a todos los porqués, y que jamás se permite la gloriosa lujuria de la duda”.

En su caso particular, reinó el autodidactismo absoluto y la consiguiente apropiación de todo lo bueno que fue encontrando en el camino: “Yo, lo confieso, le debo mi educación en periodismo al periodismo bien hecho que hicieron los demás; canibalizándolos, me inventé mi voz y mi manera”, porque todo o lo único que hay que aprender para ser cronista, en definitiva, dice Guerriero, es que “se puede contar una historia real con el ritmo y la prosa de una buena novela”. Y para aprender eso, si de poner ejemplos se trata, asegura que “enseña más cosas acerca

de cómo escribir cualquier novela de John Irving o la historieta Maus, de Art Spiegelman, que cinco talleres de escritura periodística donde se analice concienzudamente la obra de Gay Talese”, uno de los periodistas estado­unidenses que se usa habitualmente de ejemplo para hablar de periodismo literario.

Salcedo Ramos ve la misma situación desde otra perspectiva, lo que le permite sugerir que habría que tratar de nivelar un poco la balanza. “Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodismo que de los aportes del periodismo a la literatura”. En tren de hacer justicia, si en el primer caso corresponde hablar de “las técnicas narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imágenes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas”, en el segundo se debe reconocer “que el periodismo adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esenciales para el hombre. Me parece que en esta profesión uno tiene acceso a un laboratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo más revelador de la condición humana”.

Dicho de otra manera, “el periodismo le sirve al escritor para humanizar su escritura y bajarse de la torre en la que a veces se encuentra instalado”.

Vivir para contarlo. De modo que el eslogan de la crónica bien podría ser “Vivir para contarlo”, siempre y cuando se comprenda que no hay una única forma de llevarlo a la práctica.

Una cosa es estar en Santiago de Chile el 27 de febrero de 2010 y sobrevivir a un terremoto de magnitud 8.8; o estar embarazada y, al percibir que una nueva vida va dejando su testimonio en el propio cuerpo, preguntarse por todas y cada una de las accidentadas vivencias que se han escrito en él con anterioridad. Otra muy distinta es decidir internarse en el ambiente algo esnob de los clubes de swingers con marido incluido y ver si se sortea la prueba del intercambio de parejas o se sucumbe en el medio de ella; o hundirse en la noche nauseabunda de Acapulco para develar el funcionamiento de las redes de prostitución infantil, sin tener contacto carnal con ningún niño o niña.

Una tercera posibilidad es caer en la cuenta de que uno es el sobrino del hombre que ordenó asesinar al arzobispo de El Salvador Óscar Arnulfo Romero y salir a buscar al juez que no pudo investigar el hecho y terminó trabajando como chofer de un microbús en Costa Rica; o tener la oportunidad de describir los 55 mil volúmenes que integraban la biblioteca de Augusto Pinochet, uno de los tantos dictadores latinoamericanos que, sin embargo, pasó a la historia, entre otras atrocidades, por haber ordenado la quema indiscriminada de libros.

Y hay más opciones… Porque todo es posible en el reino de la crónica, siempre que uno esté dispuesto a vivir primero lo que intentará contar después.

El libro

Antología  de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012). ¿Puede salir del periodismo  la narrativa mejor escrita? El colombiano Darío Jaramillo Agudelo, editor de este libro, explica el nuevo auge de la crónica.